Madrid 2000.
Agradecería mucho que consideraran esta exposición como una elaboración, más o menos coherente, de un manojo diverso de reflexiones sobre el vivir y lo laberíntico de su condición misma en relación al sentido. Me inspiro para la articulación de las ideas a seguir en la psicología existencial, el psicoanálisis y la tradición budista, como mis referentes fundamentales que no deben olvidar. Me permitiré utilizar el término sentido en sus diversos sentidos y jugaré libremente con ellos en la confianza de que podrán acompañarme. Ni que decir tiene que caminaremos todo el tiempo por sencillas tentativas de veracidad, por consiguiente todo puede ser cuestionado. Las palabras nunca alcanzan, siempre se quedan cortas, así que rellenen ustedes con su comprensión y su mirada los huecos y sin sentidos dejados, que serán infinitos. Después de todo decía J.Lacan: “El sentido de lo que alguien dice lo tiene quien escucha.”
La vida humana es extremadamente compleja, por más que intentemos simplificarla. Todos y cada uno de nosotros tenemos que vernos las caras con muchos dilemas, pero existen algunas grandes preocupaciones existenciales que moran en lo profundo del vivir, entre las cuales, siguiendo a Yalom (1980) podemos destacar cuatro:
– la muerte, y el conflicto que nos genera la inevitabilidad del fin o de una forma final, frente a nuestra necesidad y sensación de continuar siendo.
– la libertad, ya que nuestra vida está en nuestras manos y debemos construirla sin instrucciones preliminares.
- – el aislamiento, ya que esencialmente estamos solos y sin embargo tenemos una necesidad prácticamente insoslayable de relación.
- – el sentido, pues cómo encontrarle un sentido a nuestra vida cuando tiene fin, no viene inicialmente diseñada y en la que nos encontramos en lo profundo absolutamente solos.
En este sentido, la búsqueda o la revelación del sentido integra el resto de las grandes preocupaciones de la vida, y debe considerarlas como esenciales para construirse o revelarse a sí mismo. No es por tanto posible darle un sentido a nuestra vida si excluimos de ella la muerte, la libertad y el aislamiento como preocupaciones existenciales universales. A ellas puede cada cual añadir cuantas preocupaciones desee, que con toda seguridad serán múltiples y no menos significativas en el corazón de cada cual que estas. He aquí parte esencial del tejido de conflictos sobre el que se construye el desarrollo humano. Refiriéndonos aquí al sentido de la vida, podemos entenderlo desde dos vertientes: desde una perspectiva universal, digamos común a todo ser humano, y desde una vertiente individual, única y particular. Hablaré del sentido de la vida en cuanto al sentido de mi vida en tanto mía. Respecto al sentido cósmico o universal de la vida mucho se ha dicho a lo largo de la historia y de las tradiciones. Se ha dicho que la vida está regida por un plan o destino y que el ser humano debe reconocer ese plan y hacer su voluntad. Que la vida es una escuela y que venimos a aprender en ella y graduarnos en la perfección a la que aspiramos y debemos realizar. Que somos una gota de la conciencia divina y tenemos que incrementar nuestra conciencia limitada hasta reconocer nuestra naturaleza original. Y tantas otras. Sin embargo, quiero destacar la frecuencia con la que tales explicaciones corren el peligro de resultar poco válidas, porque acaban quedando en simples creencias o a lo sumo propuestas de fe, que en la mayoría de los casos no dejan de ser más que teorías que no conllevan ninguna verdadera realización, ninguna auténtica transformación, es decir, no surgen de la propia maduración, sino que frecuentemente son una importación de creencias ciegas que no suelen resistir determinados empujes del vivir.
“…. Licón afirma en el juicio (a Sócrates): <No hay fe que soporte ser sometida a examen; un árbol no puede vivir si se exponen sus raíces a la vista.”
Platón.
Y en esta dirección, la fe es necesaria pero a veces insuficiente frente a los embates tremendos a que nos puede someter el vivir, si bien la fe mueve montañas y supone el paso previo a la experiencia y sus certezas. Aquí no me centraré en reflexionar sobre el sentido de la vida, sino en presentar algunas vías que puedan facilitar la revelación de un sentido a la carta, en última instancia un sentido que siempre es esencialmente algo íntimo e individual, y este es, a mi juicio, el verdadero sentido al que voy a tratar de referirme de ahora en adelante. Y siendo aún más radical respecto a lo individual del sentido, puedo decir que el sentido de la vida no puede ser sustancial y vitalmente algo a pensar, una idea o teoría, por más sofisticada o profunda que sea. El sentido que sostiene es una experiencia interior sentida o sida (de ser) más que pensada. Cualquier pensamiento que intente dotar de sentido a la propia vida será inútil si no surge de algo que se siente como certeza o confianza interior. La incorporación de sentidos importados no resulta útil frente al vivir, sus enigmas y sufrimientos, sino sintoniza con el sentir profundo, si no nace de su fondo o se encarna a través de una verdadera transformación. Sólo el pensamiento será útil al sentido de la vida cuando tal pensamiento sea fruto de un desarrollo emocional, mental y espiritual, esté vinculado al sentir por un lado y a la conciencia por otro, siendo entonces el pensamiento expresión de un sondeo y una articulación verdaderamente profundas. Este es un pensar auténticamente importante, no el simple movimiento del pensamiento superficial y cambiante. Es más, con frecuencia las teorías o explicaciones sobre el sentido de la vida, en particular esas tan impresionantes que solemos escuchar y también a veces proferir, sin considerar aquí su veracidad claro está, corren el peligro de servir más como tapadera, que como verdadero camino de encuentro. Pueden ponerse al servicio más de la confusión que de la claridad, manejarse más para evitar que para confrontar, más para eludir, idealizar e ilusionar, que para conectar y realizar. En última instancia, quizás sólo sus frutos nos indicarán su valía y solidez. ¿Nos conducen a una mayor sabiduría y compasión? ¿Nos permiten estar más cerca del dolor humano y de la limitación, o nos embarcan en grandes vuelos alejados de las penas y alegrías del mundo? ¿Abren nuestro corazón y nos igualan a los demás seres, o nos suben al pedestal de las superioridades egoicas? ¿Reducimos nuestros nacionalismos mentales o cerramos nuestras fronteras encogiendo nuestra identidad? Pero además, el sentido no es algo que podamos construir y enunciar de forma simple como un plan con una meta por más sofisticado y complejo que sea su diseño, como un propósito, aunque el propósito en la vida es sumamente importante en este terreno de lo individual y forma parte del sentido, si bien no lo reduce a él. El sentido es una pregunta y sobre todo una respuesta encarnada en el vivir como nuestra razón de ser, como nuestra finalidad existencial, como lo que nos sostiene profundamente vía coherencia e integridad vital. Y si apuramos nuestras reflexiones, henos aquí considerando que el sentido de la vida no puede ser trazado por el sujeto como si la vida fuera un juego en el que nosotros construimos absolutamente sus reglas; la vida nos confronta y nos exige desde sus propios e indecibles misterios, y por tanto, la vida nos requiere, y encontrarle sentido a la vida, es también ser capaz de responderle a través de sus pruebas, exigencias y
oportunidades. Dice V. Frankl en “El hombre en busca de sentido.”
“En última instancia, el hombre no debería inquirir cuál es el sentido de la vida, sino comprender que es a él a quien se inquiere. En una palabra, a cada hombre se le pregunta por la vida y únicamente puede responder a la vida respondiendo por su propia vida; sólo siendo responsable puede contestar a la vida.”
Hagamos algo de historia. Todos venimos al mundo en la más evidente de las fragilidades, dependientes absolutamente de otros para nuestra subsistencia. A mi juicio, es esa dependencia y vulnerabilidad extremas con la que venimos al mundo, el escenario primordial biografiable donde se articula una parte importante de nuestro encuentro con el sentido. Porque es en ese principio, contemplados por la mirada y el deseo de otros seres humanos, matriz de muchos de nuestros sentires sobre el vivir y sus destinos individuales, el punto de partida donde se fraguan algunos de los cimientos primordiales de nuestro sentido de la vida. Quizás podríamos incluso decir que el sentido más íntimo y esencial del vivir se gesta en ese vínculo esencial, y la particular metabolización que cada cual hace de él, aunque no esté absolutamente condicionado al mismo. Algo del sentido tiene su origen en el sentido de la matriz afectiva que nos albergó, del cuidado, amor e intención recibidos, en ella está su principio, aunque no forzosamente su final. Antes incluso estén sus primeros pasos, en el seno materno mismo y en su entrada al mundo, pero a mi modo de ver, en especial, por su amplitud temporal y constructiva, en esos primeros lazos afectivos humanos que conforman nuestros objetos internos fundamentales, los personajes de nuestra mente originados en las personas, aunque estén cimentados sobre el nacimiento, la vida intrauterina y quién sabe si incluso más allá. Pero con todo y ser la matriz y fundamento del sentido sin duda, la infancia no lo agota ni lo explica quizás absolutamente. La construcción o revelación del sentido está sujeto al desarrollo y sus transformaciones, al cambio fruto de nuestras etapas evolutivas y la magia de tales tránsitos e iniciaciones de la edad y de la vida, con todas sus rotundas determinaciones y a su vez sus sorprendentes diferencias. En este sentido, la vida y sus momentos enmarcan la corriente del sentido, pero tampoco la explican definitivamente. En última instancia por tanto, el sentido es misterioso, abierto a múltiples preguntas.
Cristal llega un día a mi consulta. Vino hace unos pocos meses, después de un intento de suicidio tras muchos millones de pérdida consecuencia de su actuar. Me dice que ella “no tiene motivos para vivir, que no tiene ningún proyecto, ninguna verdadera ilusión, por más que ha conseguido un buen trabajo y se va sintiendo más tranquila y empezando a comprender algunas cosas de su vida desde que viene a verme. En realidad, nunca he tenido un motivo para vivir, nunca he tenido los deseos propios que tienen las personas normales, y ahora me doy cuenta.” Con lágrimas en los ojos añade: “me intenté suicidar porque no aguantaba más la mentira absoluta en la que vivía y en la que tenía sumergida a toda mi familia. Tengo que aprender a hacer algo con mi vida, no sé hacia donde ir, tengo que aprenderlo todo, nada me motiva, nada me interesa verdaderamente, la vida nunca ha tenido apenas sentido para mí.”
Detrás de todo sin sentido bien asentado, hay siempre notables dosis de sufrimiento, cuando no una estructura mental demasiado pobre para sentirlo incluso o la existencia de poderosas fuerzas internas destructoras o dramáticamente deformadoras de opciones saludables de sentido. Y en este sentido, el dolor mental y el sufrimiento son el escenario clave de la vida donde se pone en juego la existencia, la ausencia o la solidez del sentido. Son, a mi juicio, la puerta de entrada más penetrante para la construcción, la reconstrucción o la prueba de solidez del sentido, aunque creo que no son su puerta de salida. El sufrimiento confronta nuestro sentido de vida sea cual sea, pero no necesitamos anidarnos en él para darle sentido a nuestra vida. La primera noble y gran verdad de la existencia, como ya sentó hace 2500 años Siddharta Gautama el Buda, es la realidad incuestionable y universal del sufrimiento, pero la vida no acaba con el sufrimiento, aunque el sufrimiento, su comprensión y su trascendencia, constituye una de las grandes tareas del vivir. El dolor mental y el sufrimiento nos confrontan, nos exigen y nos aprietan, mueven continuamente nuestros cimientos, nos colocan frente a nosotros mismos, frente a nuestras debilidades y fortalezas, frente a nuestras valentías y miedos, frente a nuestras verdades y mentiras. Por esto, creo que el dolor de vivir es la piedra sobre la que se edifica el crecimiento interior y por tanto, la prueba fundamental de sentido. Para ello, el dolor y el sufrimiento deben encararse, no admiten ser masivamente evitados, reniegan y se revelan entonces con inusitada violencia. Desde este punto, tiendo a considerar que el sentido se revela cuando enfrentamos lo que anula el sentido más básico de ser por un lado, y por otro cuando tratamos de ir más allá de las limitaciones de nuestras estructuras mentales ordinarias para la apertura a nuevos y más amplios horizontes de conciencia. Es en este marco de referencia donde presento a nuestros dos siguientes invitados a la reflexión, y donde estos adquieren su protagonismo, siendo la psicoterapia y la meditación, como psicología de las profundidades y como psicología de las “alturas”, potenciales reveladoras de sentido. Siempre referido claro está, a la psicoterapia y meditación profundas y de altura, vinculadas a una tradición o a un corpus sólido y coherente de experiencia y trabajo, en lo posible lejos de las superficialidades, las banalidades mágicas y sus instrumentaciones simplistas.
Nuestros sentidos se nublan cuando algo nos afecta y nos duele. Los niños no se preguntan por el sentido, pero viven con pleno sentido infantil si se les ha permitido hacerlo, si no se les ha afectado con el maltrato o la incomprensión, si no se les ha infligido un dolor más allá del inevitable y necesario roce del vivir. Así, posiblemente, perdemos sentido de vivir cuando el dolor que sentimos lo anula, reduce o confunde; sentido que en la infancia tendemos a experimentar en forma de espontaneidad, juego y pasión en presente. En este sentido, el sentido se recupera cuando se enfrenta el dolor que lo ocultaba o desterraba. No es que no tengamos sentido, es que lo hemos perdido o perdimos al menos algo fundamental que después haría posible un sentido sólido y adulto. Lo perdimos porque el dolor de vivir nos alejó del sentido, es decir, de sentir el placer de vivir y sus infinitas posibilidades. La psicoterapia en profundidad es una vía valiosa para enfrentar el dolor de nuestra historia, de nuestra construcción como sujetos, de nuestra arquitectura esencialmente relacional, afectiva, personal, con sus heridas y conflictos, y nuestra identificación con las mismas como estructura constitutiva. Hacer consciente lo inconsciente, como definición básica aunque no única, como piedra angular del trabajo, a través de un proceso de creación de pensamiento emocional arraigado en la elaboración minuciosa y sensible de la propia vida. Poder pensar y sentir la propia historia y su vivir actual en un contexto de cuidado. La psicoterapia ofrece el escenario para resignificar nuestra vida, al repensarla en un nuevo contexto e ir liberando las diversas ataduras emocionales y mentales con las que fijamos el mundo, y nos organizamos para ser en él a la vez que no encarcelamos en nuestra propia construcción. No podemos cambiar nuestra vida vivida, pero sí sentirla e interpretarla de otro modo. Por ello, la psicoterapia es buscadora y reveladora de nuevos sentidos, de nuevos significados, de nuevas maneras de ver la propia vida e investirla de nuevas perspectivas. En este sentido, la aventura psicoterápica construye algo nuevo e inexistente sobre algo viejo y trillado, viajando continuamente entre el presente y el pasado, el ser y los objetos humanos, el pensar y el sentir. Regenera creando nuevos espacios internos y genera nuevos sentidos quizás nunca antes sentidos, arrancando algunas de nuestras identificaciones de los viejos sentidos y abriéndolos a significados de mayor libertad y amplitud. Siendo así, cuando el sufrimiento propio se acoge y se trata, aumenta el cuidado interior y emergen nuevos sentidos. Curar entonces como sentido esencial para la revelación a nuevos sentidos.
Desde otra mirada vemos que a través de nuestro proceso de desarrollo vamos construyendo nuestro mundo, un mundo convencional compartido y necesario para habitar un universo con muchos sentidos próximos y diferentes para vivir. Nos apegamos así a nuestras estructuras perceptivas, a la visión del mundo que ofrece nuestro contexto social y cultural, y nos quedamos limitados al ojo de la mente, la razón y la intelectualidad, como el logro general más elevado de nuestra colectividad y que tanto debemos apreciar sin duda, pero también aprender a trascender. Las tradiciones contemplativas nos vienen diciendo desde tiempo inmemorial que la razón dualista no es el límite de nuestros desarrollos conscientes, que es posible ampliar el círculo de nuestra conciencia más allá de la racionalidad formal, pues el sueño de la razón no sólo genera monstruos como bien sabemos, sino en particular grandes limitaciones que no desdeñan su valor, sino que simplemente cuestionan su alcance. Tales tradiciones conciben que el sufrimiento tiene su asiento en tales limitaciones. Que las grandes preocupaciones existenciales generadoras de tremendos conflictos vitales mencionadas al inicio de nuestra exposición, pueden ser abordadas y sus conflictos suavizados o resueltos a través del trabajo interior transformativo. De nuevo, el dolor y el sufrimiento son el punto de partida, el resorte que espolea nuestra limitación y nos empuja a buscar o a reconocer la raíz de nuestro dolor de vivir, un dolor nacido en su forma universal en el aferramiento a la dualidad gestada en nuestra certeza de ser una identidad separada del flujo inmenso de la vida. La meditación constituye la práctica central de algunas de tales tradiciones, la cual nos permite ir disolviendo el dualismo radical en el que vivimos, el aislamiento existencial que nos hace sufrir, al apuntarnos hacia una conciencia de no-dos, de unidad, trascendiendo la separatividad esencial que nos disocia del flujo incesante y de la totalidad dinámica e interdependiente de la que formamos parte, aunque vivamos como si así no fuera. La apertura del ojo de la contemplación, que se abre más allá de la mente, hace posible una comprensión de la impermanencia y de la vacuidad inherente a todos los fenómenos, por lo que aferrarse a cualquiera de ellos genera sufrimiento. Este camino nos lleva al reconocimiento de que no hay un yo aquí dentro y un mundo ahí afuera, sino una totalidad única en esencia con formas y presencias dinámicas diferentes. Un continuo de densidades variables que en esencia es conciencia a revelar. En este sentido, la meditación es una puerta abierta a nuevos sentidos. A sentidos más amplios fruto de una conciencia expandida, menos contraída, menos limitada, más espaciosa y por tanto más libre. Esta es la enseñanza de las Tradiciones Contemplativas, una enseñanza sólo accesible en la experiencia mediante un poderoso compromiso de práctica y dedicación, como todo lo esencial de la vida.
Cuando tomamos verdaderos caminos para la revelación del sentido, la diversidad de sentidos posibles se hace infinita. La experiencia parece entonces revelarnos que el sentido esencial es alguna de las muchas formas de entrega y compromiso con la vida, cualquiera que sea el sentido hacia donde se dirija. La vida tiene sentido si se puede vivir con entrega, y si es así, cualquier sentido puede ser válido, porque no podemos fijarla bajo la rúbrica de un sentido único. Hay tantos sentidos como corazones dispuestos. Tantas direcciones del sentido como vidas apasionadas para ser vividas. Que sea trascendente o inmanente es lo mismo. Incluso que sea materialista, psicologista o espiritualista, no importa para el ser que lo vive, ya que si el dolor de vivir ha sido atendido, el corazón se ha vuelto espacioso y tiene lugar para la vida, la cuida, la protege y la renueva con su brillo y su fuerza, hacia donde quiera que se dirija lo hará constructivamente. Si el dolor ha sido curado o aliviado y los límites de nuestra visión interior ampliados, el corazón es el centro de la vida, y la sabiduría y la compasión lo inspiran. El sentido al menos en algún grado suficiente está entonces servido, sea cual sea su dirección y destino, y será un sentido constructivo y orientado al bien. Por ello, tal vez no sea forzoso devanarnos en honduras respecto al sentido de la vida, porque en tanto los sentidos pueden ser infinitos, un sentido único no existe o no es imprescindible. El sueño del infinito admite todo tipo de sueños finitos. La eternidad, en su inescrutable misterio, abarca todas las posibilidades de ser, y de forma particular y especial, cuando a través del trabajo interior nos acercamos a su infinitud e inmensidad inabarcable, reconocimiento humano surgido de la mirada inconmensurable del ojo del espíritu, fruto del compromiso y la dedicación a favor del crecimiento. Nos hacemos así más comprensivos y tolerantes. Sólo la superficialidad y el dolor enquistado obturan el sentido y lanzan al sujeto en el cieno de la inseguridad existencial y la ausencia de sentido. Por todo ello, si bien el sentido no puede ser esencialmente conceptualizado, si puede ser experimentado como algo que nos sostiene desde las profundidades en el escenario siempre complejo, laberíntico e insondable de la existencia humana y su búsqueda de sentido. Sentido o sentidos que siempre están aquí y ahora en espera de ser revelados, atravesados y encarnados por la mirada insondable del ser infinito y misterioso que somos.
Octavio García. Psicólogo psicoanalista.