Sabiduría antigua y ciencia moderna. Brevísimas reflexiones.
Barcelona. 1994.
.Introducción: el viejo paradigma.
Los seres humanos tendemos a fosilizar con enorme facilidad nuestro modo de ver las cosas, nos acostumbramos a las costumbres, y tendemos a afianzar y dar solidez y permanencia al modo en que entendemos las realidades que nos rodean, surgiendo así fácilmente los llamados prejuicios y los estereotipos, los cuales tienden a encapsular la realidad, sea cual sea su ámbito, en formaciones estables, frecuentemente rígidas y a veces inamovibles. En la ciencia tales estructuraciones del pensamiento o de la percepción también hacen su aparición, influenciando aquello que T.S.Kuhn denominó paradigmas. Un paradigma es un modelo de interpretación y conceptualización de un determinado territorio de la realidad que comparten una comunidad de personas, en este caso de científicos. Como modelo y referente de interpretación de la realidad, un paradigma es una fuente de avance y desarrollo de una determinada disciplina científica en su esfuerzo por comprender la realidad, permite un intercambio de conocimientos, compartir investigaciones, intercambiar ideas y en conjunto avanzar científicamente. En rigor por tanto un paradigma es una especie de <superteoría> de enorme utilidad para el saber científico, pero tiene también su lado oscuro, pues tiende fácilmente a ser confundido con la propia realidad, como afirmaba Korzybsky
«el mapa no es el territorio, es un medio para viajar en él.»
Es decir, si bien el paradigma ayuda a interpretar y entender la realidad, también tiende, simultáneamente, a distorsionarla, particularmente en la medida que sostenga la pretensión de <ser la realidad> o de abarcar la totalidad, olvidando que no es más que una aproximación, una forma de hacerla accesible al pensamiento, pero no la realidad tal cual, pues esta es, inevitablemente, inaccesible en su esencialidad al pensamiento. Evidentemente esto no ocurre de forma voluntaria e intencional, sino que se produce sin ser propiamente conscientes. Los paradigmas tienen, en el seno del pensamiento humano, la facultad de autovalidarse, es decir, al hallarnos involucrados en un determinado paradigma tendemos a organizar e interpretar nuestra experiencia de modo que percibamos la realidad de forma coherente con nuestro modo de pensarla, de concebirla paradigmáticamente, para hacernos congruentes con nosotros mismos, es decir, para validar siempre el paradigma desde el cual miramos la realidad, que es, naturalmente, una forma comprensible de darnos validez a nosotros mismos.
Hoy se reconoce que la ciencia occidental ha estado regida en el ámbito de la realidad en general y de la conciencia en particular, por un paradigma o modelo de visión que se ha dado en llamar newtoniano-cartesiano, al estar principalmente fundamentado en algunas de las aportaciones científicas y filosóficas de Newton y Descartes. Conforme al valor y al riesgo antes enunciado que todo paradigma implica, si bien esto ha permitido un avance de enormes proporciones en lo material, también ha perjudicado obviamente el desarrollo humano en otros aspectos. Debemos destacar que el paradigma en cuestión, ha sido elaborado a partir de haber sido desgajados aspectos que formaban parte de sistemas de pensamiento mucho más amplios que caracterizaron a sus autores, y de los cuales no surgieron tales concepciones del modo en que se han ido desarrollando. No olvidemos que tanto Newton como Descartes eran hombres de fe, profundamente religiosos y, en el caso de Newton, un apasionado de la astrología, el ocultismo y la alquimia, hasta el punto que su biógrafo John Maynard Keynes (1951) afirma que Newton debería ser más bien considerado el último de los grandes magos que el primero de los grandes científicos, aún teniendo en consideración el enorme valor y trascendencia de sus aportaciones científicas. Pese a todo, y haciendo gala de la más evidente habilidad, el occidente posterior a ellos adoptó únicamente algunas de sus más significativas aportaciones y las puso al servicio de una concepción materialista y mecanicista de la realidad. De este modo, la ciencia y su visión del mundo, ha estado marcada por el extraño hechizo del mecanicismo newtoniano-cartesiano, a saber, un universo- máquina, que como un enorme instrumento de relojería regido por leyes precisas y exactas era predecible y pronosticable con certeza. En la misma línea y hasta el surgimiento del modelo cuántico-relativista, el universo era pensado en occidente como de materia sólida, como un edificio compacto de objetos separados entre sí por el espacio y cuyos ladrillos serían los átomos, durante tanto tiempo contemplados como la unidad más pequeña de materia incapaz de ser dividida (del griego átomos : indivisible) y acorde con una visión sostenida por los atomistas griegos del siglo V. La materia es así concebida como sinónimo de realidad, y sus diversas funciones, entre ellas la propia vida, como productos de la materia misma. Desde esta perspectiva la ciencia hablaba de una evolución de la materia que ha dado lugar a la vida y a la conciencia como emanaciones o subproductos de la misma, y por tanto, la mente humana y el conjunto de sus facultades y potencialidades como productos del cerebro. Desde luego esta conceptualización de la realidad no es gratuita, de hecho, la teoría universalmente reconocida y sostenida por la ciencia que afirmaba la existencia y funcionamiento de la mente como un producto del cerebro tiene, sin lugar a dudas, una base de observación real y empírica. Al respecto anterior sabemos las alteraciones originadas en las funciones mentales por la producción de lesiones o de cualquier forma de modificaciones en la masa encefálica, lo cual parece apuntar claramente a la consideración del órgano físico como fuente y origen de sus funciones. Sin embargo, una enorme diversidad de recientes investigaciones nos sugiere una nueva forma de concebir el cerebro y la conciencia. De hecho, como vamos a ver, este «nuevo» enfoque sobre la relación cerebro-mente, no hace más que reencontrar una vieja sabiduría desde una perspectiva científica actual.
.Una nueva visión de la realidad: la conciencia y la totalidad de lo real.
Desde la revolución iniciada con la aparición de la nueva física, la realidad material empezó a ser contemplada con nuevos ojos. El átomo perdió su categoría de estación última como unidad material revelándonos su estructura interna y abriéndonos a un mundo insospechado: el átomo no era el fin y la energía aparecía en sus propias entrañas. Lo infinitamente pequeño transformaba nuestra concepción de la realidad. De este modo, los grandes protagonistas de la nueva física iniciaron el despliegue de un mundo impensado por la ciencia oficial vigente, inaugurando para el saber científico la estructura y constitución de la realidad a una percepción del todo diferente, sustituyendo la concepción materialista del universo que lo había definido como la suma de objetos y espacios vacíos entre ellos, a una percepción que ha sido enunciada como «un campo continuo de densidad variable.» De este modo, las evidentes fronteras que conformaban la percepción tradicional de la realidad en occidente, han ido dando paso a una visión de la totalidad integrada y cada vez menos separada entre sí. Muy interesantemente esta nueva concepción de la realidad ha facilitado el encuentro con Oriente, cuya conceptualización de la realidad ha estado, desde hace tres milenios, caracterizada precisamente por la continuidad y la ausencia de fronteras.
Apoyada desde muy diversas disciplinas científicas, esta nueva concepción ha empezado a gestar una revolución de magnitudes importantes. En el ámbito de la psicología y ya a finales del XIX y principios de nuestro siglo, S.Freud golpeaba el característico narcisismo humano asentado en el poder de la conciencia ordinaria como principio rector de la conducta, dando paso a una dimensión interna necesaria en la comprensión de las motivaciones humanas y en la enfermedad mental: el/lo inconsciente. Desde la obra pionera de Freud y sus continuadores, nuestra comprensión de las profundidades y complejidades psíquicas no ha hecho más que crecer, haciendo posible el tratamiento de muchos trastornos de la vida mental antes nunca entendidos ni cuidados. Si bien la concepción freudiana de la realidad y de la conciencia no estarían en la línea de los desarrollos que caracterizan a la nueva ciencia en general, y a la psicología más progresista al respecto en particular, su reconocimiento de la vida inconsciente y sus profundas intuiciones clínicas abonarían el terreno para multitud de progresivos avances. En la misma época y muy en la línea de una apertura radical del pensamiento afín a las concepciones tradicionales del pensamiento místico y hermético, nos encontramos con C.G.Jung, cuyos conceptos de <Inconsciente colectivo>, <Arquetipo> y <Sincronicidad> han tomado una importancia capital en la emergencia del nuevo paradigma. La noción de <Inconsciente colectivo> afirmaría la existencia de una memoria o almacén del conjunto de la especie, capaz de archivar la historia y la cultura y que de algún modo reposa en las profundidades de la psiquis individual o es accesible a través de ella; los <arquetipos> se definirían como imágenes primordiales, tendencias universales a formar determinados motivos en la vida humana, como modelos dinámicos o estructuras que desde el inconsciente colectivo organizarían o canalizarían el material psicológico; la <sincronicidad> haría referencia a la «coincidencia» entre experiencias o acontecimientos psicológicos y aspectos de la realidad material ajenos a una relación de causalidad, y que el propio Jung expone en su famosa introducción al I Ching, remitiéndonos a una forma de expresar la íntima relación existente entre materia y conciencia, las cuales no pueden tomarse como entidades simplemente separadas. El famoso mitólogo J. Campbell ha demostrado el paralelismo e identidad entre muchas configuraciones mitológicas en culturas absolutamente dispares, apoyando los conceptos junguianos de inconsciente colectivo y arquetipo.
Por otro lado el conjunto del nuevo paradigma ha ido siendo recreado desde disciplinas muy diversas, entre las cuales podemos mencionar la biología, de la mano de R. Sheldrake y su Teoría de la Resonancia Mórfica; Karl Pribram y su importante contribución a la neurología a través de su concepción del cerebro como un holograma; en Tanatología la ingente experiencia de E.K.Ross en su trabajo con pacientes terminales y en el umbral de la muerte, o las trascendentales experiencias y descubrimientos de Stanislav Grof en la exploración de los dominios de la mente alrededor del nacimiento y la recuperación y vivencia de experiencias transpersonales, es decir, más allá de la biografía personal y de los límites ordinarios del espacio y del tiempo. Todos ellos, entre otros muchos investigadores, han ido alimentando una cultura de la conciencia que en realidad nos aproxima a la profunda sabiduría de las Tradiciones Espirituales o de lo que A. Watts llamó «las formas de liberación» de Oriente. El tema central de este conjunto de investigaciones es la conciencia, cuya comprensión constituye quizás el mayor enigma de la existencia humana, y más específicamente en el sentido que estamos desplegando, apuntan a desmarcar la conciencia entendida como fruto del cerebro humano, es decir, como afirma S. Grof, que la conciencia y la inteligencia creativa pueden no surgir de la actividad neurofisiológica del cerebro, sino que son esencialmente atributos o cualidades primordiales de la propia existencia. La causalidad neurofisiológica como origen de la conciencia no puede sustentarse en las pruebas surgidas del efecto provocado por traumatismos, trastornos o enfermedades localizadas anatómicamente, como apunta la ciencia especializada, del mismo modo que no podemos atribuir la producción de los programas de radio o televisión al aparato en cuestión cuando este sufre algún tipo de daños, pues todos sabemos que en realidad estamos ante una compleja organización de mecanismos eléctricos que permiten sintonizar con una fuente externa al propio artefacto. Este ejemplo supone una apropiada aunque lógicamente limitada analogía para aproximarnos a pensar en nuestro cerebro, pues del mismo modo que el aparato no produce la programación, las investigaciones actuales apuntan a la evidencia de que tampoco nuestro cerebro es el productor de la conciencia, si bien nos resulta fácil entender que poseemos una libertad de operar con ella que caracteriza nuestra condición de seres individuales y pensantes: libres y simultáneamente íntimamente unidos, aunque en general de forma inconsciente, a una fuente de totalidad mayor que podemos concientizar. Únicamente una ingente experiencia a partir de miles de casos registrados de estados alterados de conciencia experimentalmente inducidos, permite apoyar tales consideraciones. Sin embargo, sería ingenuo asomarnos únicamente a la exploración científica, pues esto constituye, exactamente, una de las grandes verdades que sostienen Tradiciones como el Budismo, el Yoga, el Taoísmo y el Sufismo, entre otras. El corazón de la enseñanza de tales grandes vías de realización ha sido siempre la posibilidad, real e inicialmente accesible al conjunto de los seres humanos, de estados de conciencia de carácter no ordinario que modifican la percepción de la realidad haciéndola más transparente, es decir, aproximando o alcanzando la realidad tal cual es, sin la distorsión que caracteriza su interpretación por el pensamiento racional. Y no únicamente esto, sino que la experiencia de tales estados ha sido siempre fuente de certezas respecto a la pertenencia de la propia conciencia a una fuente de conciencia mayor, a una totalidad que trasciende el tiempo y el espacio que usualmente consideramos en la realidad ordinaria, afirmando que la exploración y experiencia de los territorios más profundos de la interioridad humana nos conecta con una unidad superior en la que todo lo material y lo viviente está integrado, derribando así las fronteras que caracterizan nuestra percepción ordinaria de la realidad. Evidentemente las propias Tradiciones mencionadas nunca han señalado que tal modificación en la percepción del mundo se produzca de forma gratuita, sino que siempre es fruto de un trabajo intenso y tecnológicamente especializado para penetrar en esa «otra» percepción de la realidad que aseguran más auténtica, para lo cual han creado una basta tecnología al servicio de la conciencia y su despertar a niveles no ordinarios. Esta es en el fondo la sabiduría antigua, y sus medios podemos contemplarlos como científicos, pues son el fruto de una larga tradición de experimentadores del mundo interno cuya metodología y tecnología es comunicable y capaz de ser aprendida y verificada, si bien requieren, como toda ciencia, de un prolongado y especializado entrenamiento, del mismo modo que lo requieren los científicos especializados que aprenden a ver el mundo particular que les es propio. En este sentido podemos entender que Tensin Giatso, el XIV Dalai Lama definiera el Budismo como «una ciencia de la mente.»